Experiencia de voluntariado en Guinea

 

Inocencia

Con los ojos bien abiertos y sonrisa mellada, entre la timidez y el respeto, salpicada la mirada por la curiosidad y la cara dura del que sabe lo que quiere… Toca suave mi piel con sus dedos chocolate, y con voz de cacao exclama: «¡Blanca!» Tras una pausa que mi vello aprovecha para erizarse a sus anchas, añade: «¡MUY BLANCA!»

Nuestras manos entrelazan dedos y como si solo bastase una mirada de aprobación mutua no se sueltan durante el camino que separa la cancha de la casa. Tierra, caminos, flores, lluvia, amarillo, verde, rosa, dedos, pies, pies descalzos, piedras y más piedras… Correr, correr por carreteras improvisadas, porterías, inventar goles, tropezar y reír, reír hasta el infinito, haciéndote pequeño en lo que tardas en llegar de una portería a otra… Y caer, caer rendido… Caer pensando que el día tiene las horas que tu quieras ponerle y que el sol sale cuando tu lo llamas… Salir a pasear y ver manglares, palmeras, y selva en cualquier dirección en la que mires… Carreteras infinitas con aceras imposibles, transitadas al ocaso por niños descalzos que vuelven a casa, como nosotros… Dormir, y volver a empezar.
Ahora ya sé porqué los miro a los ojos y parecen tener el doble de edad… Y es que cada día para ellos vale por dos. Suena bien, hasta que el jueves en la consulta, atiendes a las embarazadas y ves que la edad media de las primíparas es de 15, 16, 17… Entonces, de nuevo, vuelves a no entender nada! «y tu, ¿qué quieres ser de mayor?»

 

Azabache

 

Dibujo con el grafito de mi pupila el perfil de su nariz, coloreando con un pestañeo la atmósfera que nos separa, un tanto roída por el olor a vómito del paciente que la precedió hace tan solo un instante. Las bolsas de sus ojos parecen acumular no solo años sino historia, no solo insomnio, sino pesares. Su piel, chocolate, cubre músculos curtidos por el trabajo. No diría que por esos brazos pasaron 85 cálidos inviernos, o sí. Su voz entona suaves todas sus algias a modo de canto ya aprendido. Espigas azabache cabalgan desde la sien a ras del cuero hasta morir en la nuca. Apelmazadas y sintéticas avivan el retrato de frágil muñeca. Ni cincelados por Miguel Ángel aquellos ojos se habrían concebido tan simétricos, y ya quisiera Dar Vader (o como se escriba) poseer tanto poder en su espada como energía manaba de su iris oscuro. Por las aletas de mi dibujo, a duras penas, dificultoso, sale el aire que desechan sus pulmones consumido ya el oxigeno. Sus clavículas se elevan bajo el vestido que la cubre y los tensores que delimitan su cuello parecen estar a punto de soltarse y repartir latigazos a diestro y siniestro en la siguiente inspiración. Pero esto, lejos de dar aspecto enfermizo, la dota de un aire jovial, sensual y casi elegante. Sus clavículas elevando la tela, su piel sin arrugas, de olor suave y tacto canela.

 

Como Granitos de Café…

 

Como llevados por el vapor del asfalto llegamos hasta el hospital. Público. Público, que no gratuito. Al llegar al portón nos recibe un gran jardín. Espacios abiertos por los que pasear la enfermedad cuando uno la lleva a cuestas. Pero por aquellos paseos apenas la vida estaba presente. Nos limitamos al edificio de los niños. Una sala con unas ocho camas, todas ocupadas. Marco de metal blanco para un colchón cubierto de ropas y sábanas, empapado de multitud de jugos que han dejado solera a los camastros. Mosquiteras obstaculizan el fluir de los cables por los que circulan pócimas para la vida. Algunos apenas son motitas negras, como granitos de café sobre lechos de algodón. Dos semanas, seis semanas…

En todos aquellos brazos, un denominador común, una vía siempre atenta esperando servir de puerta para aquel suero de la vida. Aferrado a su piel, un trocito de cartón (de una caja de galletas cualquiera), amarrado con una cinta adhesiva para impedir que aquel tallo quiebre y asegurar que la vía esté a salvo. Pasé por allí como si de un sueño se tratase. Creo que ni pisaba, levitaba. Mis ojos, como platos, advertían a modo de termómetros temperaturas infernales en aquellos cuerpitos esculpidos en barro. Brebajes rojos transfundidos de urgencia hacen circular por sus recién estrenadas venas soldaditos que defenderán la fortaleza de su pecho. Y algo que me heló la sangre: el llanto. Pero no su fuerza, sino su ausencia. Sentirlos respirar dormidos por la anestesia de la fiebre da un miedo atroz, del mismo modo tal vez, que el oír un llanto naciendo de un pulmón de apenas semanas de vida, gritando como si el aire lo estuvieran robando, como si fuesen cuatro pulmones, como si fuesen seis gargantas… En el lugar, tan poco iluminado, como mal ventilado, reina el silencio, quebrado solo en momentos puntuales por llantos desesperados, que son ahogados por pezones desvergonzados o tetinas tan insípidas como inútiles e inapetentes.

Pastillas machacadas son diluidas en tapones de botellas. Perlas níveas se derraman por las comisuras de sus labios deshidratados. Hablar de dosis entre machaque, derrame y vómito, es absurdo, carece de sentido.